Niñez

Hogares y Centros para niños y adolescentes

Don Orione, que empezó su apostolado ocupándose de los más pequeños, tuvo una preocupación especial por los niños que vivían en situación de abandono y desamparo.

En nuestro tiempo, la Convención internacional sobre los Derechos del Niño ha afirmado con claridad, que es deber de los Estados garantizar la protección y el cuidado integral necesario para todos los niños.

Sin embargo, la realidad demuestra a diario que son muchos los niños que no pueden satisfacer sus necesidades más básicas. 

La Familia Orionita, fiel a la inspiración de su Fundador y atenta a la problemática actual, dedica parte importante de su misión a esta tarea de amor, educación y protección, que se realiza desde distintas obras de Don Orione, pero en especial, en los Hogares y diversos Centros de día para chicos.

Cada una de estas comunidades, quiere ser el abrazo grande y de corazón a tantos niños desprotegidos y marginados, para que con ellos y desde ellos, sea posible soñar y construir un mundo más humano.

Un poco de historia

Si a lo largo de su vida Don Orione demostró predilección por los pobres, cuánto más cuando se trataba de los más pequeños. Seguramente la pobreza vivida en su propia infancia, le daría una mirada más aguda para compadecerse de esa realidad.

Ya, desde seminarista, no admitía ver chicos en la calle, dando vueltas sin educación o sin alimento, de allí que sus primeras acciones fueran claramente destinadas a ellos: oratorios, colegios, colonias agrícolas, escuelas de arte y oficio.

Cuando abrió el primer colegio para chicos pobres en 1893, supo perfectamente que, antes que nada, debía dar de comer. De hecho aquellos primeros cuarenta niños provenientes de la más extrema miseria, traían consigo serios problemas de desnutrición. Y era Don Orione en persona quien se ponía a servir las mesas mientras les daba ánimo: “Coman muchachos, que pan y pasta hay toda la que quieran”.

Mayor compasión aun despertarían en él las víctimas de los terremotos producidos a principios de siglo XX en las ciudades italianas de Messina o La Mársica, o las terribles consecuencias de la guerra. Allí, sus oídos, que de por sí ya estaban atentos, duplicarían su capacidad de escucha ante los gemidos de aquellos que –habiendo tenido la suerte de sobrevivir- morirían de hambre o frío.

Ya, cuando vislumbraba el ocaso de su vida, y le aconsejaban fervientemente que fuera a vivir a un lugar mucho más cuidado, decía con absoluta sinceridad: “Soy un pobre hijo de la tierra, mi padre era picapedrero, toda mi familia era pobre; si debo salir de aquí, quiero ir a morir entre los pobres… Quiero morir rodeado de aquellos niños que no tienen a nadie”

Tal vez, no dio soluciones estructurales a los males que sufrían los niños de su tiempo, pero sí supo dar respuesta a esas necesidades y urgencias, y desde lo más concreto: casa, techo, plato de comida, educación… lo que se dice un amor de esos que no se quedan en meras palabras.

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